Salamanca es una de esas ciudades de las que uno nunca se cansa. Por mucho que haya dado vueltas por sus calles peatonales, por mucho que se haya involucrado con los estudiantes para sentirse uno más y tomarse un tentempié en una de sus bulliciosas cafeterías, por mucho que uno se siente en la Plaza Mayor al más puro estilo de un alumno de Erasmus, por mucho que deguste sus tapas… lo cierto es que Salamanca es una ciudad que siempre apetece.
Del tamaño justo para el turista que pasa uno o dos días por allí, el hecho de poder ir caminando a todos los sitios y sentirse integrado desde el primer momento en la rutina de la ciudad es una de sus grandes virtudes. Pero tiene muchos secretos escondidos que nos gustan de una capital eminentemente ganadera, que lleva con mucho orgullo el sector vacuno, concretamente el de carne y toda la producción articulada en torno a la dehesa.
Nos gusta mucho la Plaza Anaya y sus alrededores. No lo podemos remediar. Si uno se sienta en uno de sus bancos, con la Catedral justo a su espalda, por un momento puede pensar que se encuentra aislado del mundo. Y si ya empieza a bajar las tortuosas calles hacia el río, todavía en pleno centro de la ciudad pero separado de las grandes rutas turísticas, se puede sentir que se está descubriendo una ciudad diferente. También cuando se visita el Patio de las Escuelas Mayores, en la foto principal de este post.
Otro lugar mágico de Salamanca son las riberas del río Tormes. A poco que empiece a hacer buen tiempo, las zonas de hierba junto al Puente Romano son todo un monumento a la relajación. También nos gusta la Casa de las Conchas y la calle de la Clerecía, con su típico ambiente universitario.
Un último secreto para terminar. Sumergirse en los bares de barrio, alejados del centro, y dejarse llevar por el encanto de sus tapas. Pocas en cada uno de los locales, pero muy especializadas.
(Fuente de las fotos: Vacuno de Élite)